martes, 5 de junio de 2018

LA VIRGEN DE CERA - DE ABRAHAM VALDELOMAR

Sentado sobre esta silla solo en mi casa vuelve a mi memoria aquella vieja historia de una hermosa joven a quien solo culpaban de bruja, cortesana vividora. Inclusive, hay quienes aquellos, la acusaban de ser el demonio en figura, pero en que se basan estos para ser tal afirmación, pues todo empezó con las extrañas desapariciones que acontecían en el pueblo. 

En la villa de Indrah estaba envuelta en una atmósfera de superstición. No había en la aldea quien hubiera atravesado las verjas de los jardines ni el misterio de los aposentos. Unos decían ver salir a la dueña, de noche, rodeada de enormes vampiros que la tenían esclava, y a los que alimentaba con su sangre. Otros decían que robaba los niños de las aldeas para beber su sangre fresca y otros decían verla huir de noche, hacia los bosques de las comarcas vecinas.

Una vez corrió la voz en la aldea de que un peregrino que había llegado a las rejas del castillo vio llorando a la Indrah, tras de unos setos. Más tarde llegó a decirse que la enigmática señorita había salido de noche en procesión por las calles del pueblo; el miedo sobrecogió a los sencillos aldeanos, y, como nadie volvió a salir de noche, las procesiones se multiplicaron.

¿Quién era Indrah?

Era la hija del rey. Una tarde los vasallos caballeros dibujaron sus siluetas en las pampas frías y obscuras de la comarca. Poco a poco se fueron precisando las formas y ya a los pies del castillo se vio llegar un nuevo peregrino, un joven rubio, de color encendido, con la tez seca y los labios rajados. Indrah sintió por él un sentimiento que no percibiera jamás por viajero alguno de los que venían de palacio para morir en el pozo. Sólo los veía durante los banquetes y las cenas que Míndor obsequiaba a sus víctimas. Esta vez, Indrah estaba enamorada.

Nadie lo sabía. Un aventurero loco, un asesino original, un decepcionado o un ser extraordinario, fue a vivir en las rocas de un país del norte que da al mar y donde no sale el sol. Era el rey Míndor.

Para llegar a su atalaya había que cruzar pampas donde el viento zumbaba siempre, un viento helado que desplegaba los vestidos y agrietaba los labios. En doce jornadas se llegaba al castillo de Míndor. El rey tenía vasallos que traían a los viajeros extraviados, quienes por la generosidad de Míndor, dormían en el castillo, después de ser invitados a cenas extraordinarias en las que los viajeros volvíanse locos de placer, que unos creen y atribuyen a bebidas excitantes. En ese estado de felicidad suprema los viajeros eran trasladados al jardín del castillo donde había el pozo circular con broqueles de ónice. El pozo tenía una escalinata de mármol como la entrada a un palacio subterráneo, que, al girar, arrojaba en sus profundidades al que pisaba la escalinata célebre.

Loca y desesperadamente al ver caer a Nildo cogió las llaves de las compuertas, mató al viejo guardián y abrió para siempre las fauces del salvaje elemento. Luego, cuando su padre exclamó:

¡Cerrad, vasallos, cerrad aprisa las compuertas!

Indrah arrojó las enormes llaves al fondo del mar y huyó enseguida. 


Un día se reunió todo el pueblo y acordaron sorprender el palacio de Indrah. Se llamó a los labriegos de las comarcas vecinas y todos, a la hora del crepúsculo, se lanzaron al palacio armados de piedras, picas y azadones.

Los antiguos servidores de Indrah huyeron y al huir dejaron caer el cuerpo de la virgen sobre el que se precipitaron los aldeanos.


¿Era el cadáver de Indrah?


No. Era una suplantación hecha en cera. Indrah había muerto seguramente y aquellos hombres, en honor a ella, hiciéronla vivir en aquel bloc modelado, que, como a Indrah misma, sacaban de paseo todas las noches, a través de la aldea.

Nadie lo sabe aún, mas cuando se viaja por los países del norte, fríos, secos y llenos de atalayas, los viejos refieren esta leyenda de la virgen de cera y el rey Míndor.

Da mucha melancolía viajar por los países del norte. Tienen leyendas muy tristes y -Europa no lo sabe- en las rocas abruptas y abandonadas, viven aún de esos reyes.

Estás triste. ¡No siempre son bellos los cuentos reales!.